HACIA UN CINE IMPERFECTO
Texto publicado originalmente en Revista de Cine número 4, 2017.
1. una mirada a cámara
Un alumno presenta en clase un plano dentro de un vagón de subte donde un personaje viene desde el fondo hacia cámara y a su paso roba pertenencias de algunos pasajeros. El plano es general y dada la ubicación de los demás personajes en el cuadro, no se advierte muy bien el accionar del protagonista. La mayoría de las veces queda tapado y la sutileza de la idea no se consigue. El hecho además de que un plano de tan larga duración, fijo y dentro del vagón de un subte en movimiento, sea en mano no parece conferirle al plano nada más que una molestia, un gesto amateur que esta escena no necesita. Durante la conversación el alumno revela que efectivamente llevó el trípode al rodaje y que lo utilizaron en una segunda toma pero que tuvieron que interrumpirla porque una pasajera advirtió que alguien en el vagón estaba robando. Frente al escándalo, el alumno decidió cortar. Vemos entonces la toma dos. Ahora la toma es fija, el ángulo es casi idéntico pero la disposición de los personajes dentro del cuadro ha variado lo suficiente como para que ahora sí identifiquemos la acción central aunque, no es un dato menor, ya no seamos más espectadores inocentes puesto que sabemos lo que tenemos que ver, y adónde tenemos que mirar. Ver y mirar, dicho sea de paso, resultan dos acciones bien diferentes en el arte de la puesta en escena. Pregunto por qué descartó la toma dos. El alumno da a entender que el plano falló, que no había intención de que nadie mirara a cámara. -¿Por eso la cortaste? -Sí -responde el alumno- cuando vimos que todo se desmadraba decidí cortar. La ficción aquí provocó un hecho en la realidad, una pasajera creyó que otro pasajero estaba robando, nunca advirtió la cámara, nunca advirtió en todo caso la complicidad entre la cámara y el ladrón, en efecto, un actor. Y reaccionó. Y además, miró a cámara. A veces sucede pero en general siempre decimos que las cámaras DSLR (réflex) con las que muchas veces se filman ejercicios, cortos y también películas, tienen, entre otras ventajas, la capacidad de simular su condición. Un transeúnte la confunde con una cámara de fotos y entonces no tiene, o no siente, la necesidad de mirarla. Por el contrario, una cámara de cine (o de video de alta definición) suele ser confundida con un medio periodístico. Las personas sienten curiosidad y muchas veces se acercan, saludan o simplemente miran. La mirada a cámara supone una violación al acuerdo de ficción que se establece con el espectador. La voluntad de querer simular el hecho de representación es el principio básico del realismo. Se filma en la calle como si la cámara en verdad no existiera, como si esos peatones que por allí pasan fueran parte del mundo del que participan los personajes de ficción. Esto es una verdad a medias, persona de la calle y personaje comparten durante ese tiempo los límites del plano, el recorte que la ficción hace del mundo real. Sin ese recorte no habría ficción, ni tampoco punto de vista. Podría sostenerse que todo punto de vista implica una ficción. En cualquier caso lo que cambia es la relación que ambos, persona de la calle y personaje, tienen con la cámara. Y aquí aparece un problema moral: la ventaja del personaje de ficción es que sabe por qué y para qué lo están filmando, incluso percibe en muchos casos un salario por ello. Los demás, en el mejor de los casos, pueden contentarse con una autorización que se conoce como cesión de imagen, la producción le pide al transeúnte que firme un papel para que de consentimiento al uso de su imagen en la película. Cuando ni siquiera existe la posibilidad legal, al transeúnte le queda al menos la mirada a cámara, su reacción lógica y natural frente al acto de sentirse mirado, su actuación. Analizamos ya (Revista de Cine #2) el efecto que surten en Alemania Año Cero de Roberto Rosellini esas miradas atónitas que a cámara dirigen los berlineses sobrevivientes del bombardeo ruso en una escena callejera. Lejos de quebrar la ficción, esas miradas confieren a la imagen un poder de lo real que legitima y potencia su deseo realista. En el caso de la toma dos del alumno, lo impensado fue considerado como un error sin embargo ese factor agregó al plan de la ficción un elemento inesperado, complejizando un plano que en principio era sencillo y, acaso, aburrido. El acto reflejo de cortar la grabación al momento de la reacción de la pasajera impidió que se desarrollara frente a cámara un hecho insólito e incluso más interesante que lo que se estaba filmando originalmente. Y ese mismo acto reflejo proviene del miedo a lo real, de aquello que sólo sucede, tal como afirman Filipelli, Oubiña y Llinás en otros artículos de este mismo dossier, frente a cámara, y cuya fuerza reside precisamente en lo que está fuera de control, fuera de todo plan. El instante de lo que una cámara es capaz de capturar desafía la idea de control y de perfección. La equivocación de un actor, la reacción inesperada de un transeúnte o la distracción de un camarógrafo deberían conformar un acto de apropiación del cine en lugar de uno de exclusión o expulsión. El cine debería estar más atento ahí. Pero el alumno, presa del miedo, no es culpable por ello. Hay una formación que lo precede y una vocación que el cine contemporáneo impone cada vez con mayor fuerza: no hay lugar para el error. El error significa terror.
2. la imagen perfecta
Cuando el video se hizo digital, su calidad de imagen mejoró considerablemente. Y esa suerte de hijo bobo del fílmico, destinado eternamente a la televisión y apropiado en las márgenes por artistas visuales o cineastas radicalizados de pronto recobró una nueva fuerza. El DV y el mini DV, último eslabón analógico, fue sigilosamente desplazado por archivos comprimidos en memorias y tarjetas. La imagen digital adquirió el formato rectangular de las computadoras abandonando para siempre el 4/3 de los televisores de tubo. Desde entonces, se entrevió la posibilidad de alcanzar mediante el proceso digital la resolución de la imagen cinematográfica y a lo largo de la primer década del siglo se desató una competencia velocísima en pos de superar la densidad de color del 35 mm. En ese sentido el gran primer paso fue la digitalización de los procesos de post producción que obligó a todos los tipos de productores de cine a no terminar las películas en fílmico o al menos, a pasarlas a digital para corregir color y luego volver a pasarlas a 35 mm. En unos casos se ahorraba dinero, en otros el proceso costaba el doble. No se trataba entonces de un tema económico evidentemente sino de empezar a entender que la imagen, en realidad el control sobre ella, estaba cambiando. De pronto las casas de post producción digital pasaron a ser centrales en el proceso de producción audiovisual y los coloristas se convirtieron en una suerte de oráculos con un poder de decisión casi tan mayúsculo como el de un director de fotografía y así, todos los procesos de post producción, fueran industriales o no, fueran para cine o para televisión, empezaron a equipararse. Apenas más tarde del boom de la corrección de color, los propios protagonistas que pugnaban por igualar la calidad de la imagen fílmica comprendieron que el objetivo era inalcanzable. Una imagen digital jamás podría aventajar a otra cuyos componentes principales provinieran de la fotoquímica. Lo que había que hacer ahora era crear un nuevo paradigma y convencer a la industria y luego al espectador, que esa nueva imagen (profesional, confiable, estable) adquiriría nuevos parámetros de color y de movimiento. Esto fue posible a partir del momento en que se estableció una resolución estándar de alta definición para todos los dispositivos de uso doméstico (1920 x 1080 píxeles de ancho y alto respectivamente) y otra resolución para el registro de cámaras profesionales tanto como para la proyección en cines de 2K o 4K ( equivalente ésta a 3840 x 2160 píxeles de ancho y alto). Para ello hubo una fuerte inversión de las cadenas de cine reemplazando proyectores de 35 por otros de DCP capaces de recibir archivos muy pesados de películas que incluso podrían ser enviados desde servidores situados en cualquier parte del planeta, principalmente desde Estados Unidos. Hoy el color y la definición de imagen permanecen en principio inalterables tanto en un cine como en un celular, en un televisor como en una computadora; en todo caso, las diferencias son sutiles pero el tipo de imagen es la misma. Por otro lado el material no sufre desgaste por lo que la copia de estreno de una película luce exactamente igual a la de la última pasada. El tiempo no parecería ejercer sobre estos materiales ninguna fuerza física. O al menos esa es la ilusión que se intenta imponer. Junto con este fenómeno explotaron las cámaras réflex para video (conocidas como DSLR) y junto con el desarrollo en conjunto de cámaras y de proyectores 4K la industria del fílmico se retrajo hasta casi su disolución. Son apenas algunos cineastas los que intentan acceder al fílmico, la mayoría de los laboratorios en los países periféricos ha cerrado ya sus puertas y conseguir material virgen resulta una odisea. Y así como el formato de video 4/3 fue desplazado por el 16:9 de las computadoras, todas las demás relaciones de aspecto de la imagen cinematográfica también se vieron prácticamente reducidas a su forma rectangular más estándar. Hacerlo bajo otra proporción se ha vuelto una decisión maniquea y en el mejor de los casos, una excentricidad. Por lo tanto la batalla ha sido ganada rotundamente. Se ha considerado un logro eliminar toda imperfección de la imagen y aquella vivacidad del grano fotográfico fue reemplazada por una imagen dura y estática. Técnica y conceptualmente ha habido un cambio brutal: la realidad que la cámara registra es producto de un escaneo, y no de la luz obturada y plasmada como reacción química sobre un negativo. La relación de la química con la naturaleza, con el aire, con la piel, con el agua y la tierra parece ser natural, las partículas vivas de un lado y del otro de la cámara parecen entenderse con facilidad. La de los píxeles y los procedimientos digitales en cambio, es puramente artificial. La captura de la luz, eje medular de la fotografía y el cine, ya no es más un hecho físico sino una interpretación electrónica. Al mismo tiempo este nuevo estatuto de la imagen nos es impuesto -y es naturalmente impulsado- por los propios fabricantes de cámaras, de televisores, de proyectores, de computadoras y de software, en muchos casos asociados unos con otros, con lo cual el estándar pareciera ser inexpugnable. Hay una imagen perfecta, libre de errores, corregida milimétricamente en su post producción, que se propaga hacia el cine desde la televisión y el videojuego, o desde el videoclip y la publicidad y también de manera inversa; estamos frente a una imagen que en realidad atraviesa todos los géneros y formatos posibles y que establece un parámetro novedoso en el modo de ver y de apreciar contemporáneamente la imagen en movimiento. He aquí la gran noticia, la imagen es la misma y en cualquier parte donde esa imagen sea vista. Un videojuego luce hoy igual que un dibujo animado y que el fondo de una película de ciencia ficción. La iluminación de una comedia hollywoodense es exactamente igual a la de una serie de Netflix y todos los proyectores de DCP del universo aplican de manera automática un reductor de grano precisamente para eliminar imperfecciones, para homologar los diversos modos de ver una película, y consolidar así este nuevo estatuto. Las series disputan el mercado del cine, todos los productores de la industria cinematográfica se muestran preocupados por ello. Scorsese anuncia el estreno de su próxima película directamente en Netflix. Algo está cambiando pero nadie observa que lo que cambió principalmente es que la imagen de las series y del cine es la misma. Se filma de la misma manera y se post produce bajo los mismos estándares. La cámara, los lentes, la iluminación y todos los efectos de postproducción incluyendo aquí a la corrección de color, son exactamente los mismos. No es preocupante que la televisión quiera parecerse al cine, lo verdaderamente novedoso (y preocupante) es que el cine quiera parecerse a la televisión. Esta imagen libre de imperfecciones e igualada tanto en su uso doméstico como profesional tiene un antecedente. La empresa Dolby creada en Gran Bretaña a mediados de los ´60 y rápidamente trasladada a California logró imponer un estándar de sonido con su sistema aparentemente inmejorable de filtros y reductores de ruido tanto en la industria discográfica como en la del cine. En los años 90 creó el dolby stereo digital y velozmente dominó el mercado profesional y doméstico por igual, diseñando un tipo de escucha que hoy ningún oyente ni ningún espectador objeta. Desde entonces se impuso en el cine por ejemplo un uso unívoco del sonido en donde principalmente se escucha todo. El dominio de la películas habladas en voz baja junto a las películas de masas de guerreros coreando voces indecibles es casi total. En las casas, en los home theatres de las casas o en los propios sistemas de sonido de los televisores y en los parlantes activados a distancia mediante la tecnología bluetooth suenan los subwoofers replicando el coro atronador de la barbarie o el susurro morboso del thriller, el refuerzo musical del drama épico a base de cornos y violines o el banjo gracioso de la comedia independiente. Atrás en el tiempo quedaron los bellos pasos en mono de Bresson y Eustache, la irrupción de un sonido abrupto y atonal en Godard, el efecto onírico del sonido de cabina de doblaje en Fellini, el sonido radial de las décadas doradas de Hollywood, o el sonido ventoso de los años 70 americanos. O el preciso y austero sonido del cine de Jancsó y Polanski, y también del de Tarkovski, cuyos complejos diseños sonoros hoy resultan sobrios y apagados. La voluntad de perfección técnica sometió al sonido a un uso prefabricado y aburrido y hoy emplea las mismas armas contra la imagen. Pero el verdadero hecho significativo es que la estandarización afecta tanto a una película de estudio como a un corto de estudiante, a una película de calidad europea como a un documental colombiano. Toda la práctica del arte cinematográfico actual pasará en determinado momento por la corrección del movimiento errático del carro de travelling, la animación del iris de los ojos distraídos de aquel que miró a cámara, la eliminación de un fleur impensado (o por el contrario la creación artificial del mismo) o la transformación del registro de una noche cualquiera en un cielo negro brillante y estrellado. Lo real de aquello que sucedió frente a cámara es modificado en busca de la perfección. Asimismo la compresión a la que todas estas imágenes serán sometidas, un DCP para el cine o un quicktime para Vimeo, intentará emparejar las diferentes calidades. Naturalmente aquel que haya filmado con una ARRI Alexa cuyo costo ronda los ciento veinte mil dólares podrá demostrar mayor profundidad de color que aquel que lo haya hecho con una cámara de tres mil dólares, en donde probablemente tenga que batallar con otras dificultades como por ejemplo la captura del movimiento, acaso el principio básico del cine. Si bien las cámaras más avanzadas han logrado sobreponerse al problema y, dentro del espectro de las cámaras más económicas, las llamadas de obturación global, ya eliminan muchas de estas inconveniencias, las demás cámaras del mercado aún reproducen estelas digitales en la caminata de un personaje, desapariciones bruscas en el aleteo de un pájaro o líneas impensadas en un simple paneo. Pero más allá de este detalle, los procedimientos de trabajo en un tipo de producción como en otra no serán tan distintos a pesar de que las condiciones económicas sean diametralmente opuestas.
3. Qu'est-ce que le cinéaste?
En principio la multiplicación de cámaras digitales es una buena noticia. Todos sabemos desde hace varios años que para realizar una película no se necesita, si se quiere, tanto dinero. Por bastante poco puede conseguirse un equipamiento básico y mínimo para realizar un film. Pero los técnicos intentarán llevar el proceso como si se estuviera trabajando con equipos cien veces más caros. ¿Por qué el cine de bajo presupuesto aspira a una imagen que no le es propia? ¿ No debería ser entonces su sello de distinción? ¿No se debería aspirar a un paradigma de imagen diferente? Y si mencionamos el estatuto de la imagen deberíamos hablar también del de su narración. Las películas realizadas mediante formas de producción no profesionales o semi profesionales ¿por qué responden a una forma narrativa propia de otra escala, por ende, con otras necesidades, o mejor dicho, con necesidades acaso opuestas? Desde la explosión de las cinematografías nacionales, su rasgo distintivo ha sido siempre el de distinguirse de la imagen y de la narración del cine dominante. Y en EEUU la aparición del cine independiente y underground de los ´60 diseñó gracias al 16 mm, un tipo de imagen no profesional que se distanciaba precisamente de la hollywoodense. Mekas, Cassavettes o los hermanos Maysles entendieron que ser independientes implicaba una dramaturgia, una ética y una relación con la imagen totalmente diferente a la de la industria. Cuando años después los cineastas en Hollywood lograron adueñarse de las decisiones de producción, sus películas, la imagen de sus películas, evocaron cierto amateurismo propio de aquel cine independiente. Scorsese, Cimino, Altman, Bogdanovich, Allen, Walter Hill, Hellman, De Palma y Friedkin conocían perfectamente las imperfecciones del fílmico y del sonido y las utilizaron a su favor. Para poder tener mayor libertad creativa debieron primero pensar en una mayor libertad financiera y así acomodaron sus rodajes para tales pretensiones. El uso del tele, de lentes luminosos, del sonido directo o de la cámara en mano, fueron recursos distintivos de esa época. La imagen del Hollywood de los años 70 no se pareció en nada al cine de sus antecesores, pero tampoco al cine que se hizo después (incluyendo aquí las películas que estos mismos cineastas realizaron una vez incorporados a las filas de la industria). Al mismo tiempo estas decisiones puramente técnicas guardaban relación con relatos más libres, con encuadres y cortes menos convencionales y con paisajes y personajes que hasta entonces parecían no tener lugar dentro del cine americano. Pero las inestables aguas que agitaban estos cineastas irresponsables tuvieron su punto de inflexión. La irrupción de Star Wars en 1978 a manos de George Lucas torció para siempre el rumbo de los productores en Hollywood, devolviéndolos a su lugar natural. El éxito descomunal de la saga fue la revalidación del título de productor que Hollywood necesitó exhibir para recuperar el tiempo perdido. Apenas dos años más tarde la estrepitosa caída de United Artists tras el fracaso comercial de Heaven´s Gate de Michael Cimino fue la sutura final de la herida. En ese contexto, el triunfo de la tecnología y de la narración convencional, apoyada en la música estridente y didáctica que ofrecía Star Wars fue tan determinante que perdura hasta hoy. No es descabellado imaginar que la necesidad que eyectó la carrera febril por una imagen electrónica estandarizada e impoluta tuviera su origen remoto en aquella victoria fatal. La tecnología avanza atenta a las demandas del mercado. Y el cine, que está en el centro mismo del mercado audiovisual, y en el centro mismo de la tecnología, se somete a la doctrina de tecnócratas que desean, como George Lucas, una imagen limpia, un sonido claro y efectista y una historia redonda. Adaptar la tecnología a sus propósitos estéticos es quizás la mayor marca autoral al que un cineasta puede aspirar; un gesto de libertad y también de autoridad frente a una actividad cada vez más dominada por productores, técnicos y empresas tecnológicas. Controlar los medios de producción resulta entonces vital. Sólo aquellos cineastas que son dueños de sus propios procesos de trabajo y que principalmente tienen el ánimo de trabajar fuera de toda norma tecnológica mantienen con vida los usos originales de la técnica subvirtiendo la lógica reinante. Al mismo tiempo hoy existe una catarata de formatos y de combinaciones de lentes y aparatos formidable e infinita. Esto genera una inestabilidad que bien podría ser tomada por los cineastas una vez más, como ocurrió en Francia a fines de los 50 con Rouch, Coutard y Godard diseñando sus propias cámaras sincrónicas o en EEUU a comienzos de los 70. Hoy los tecnócratas acomodaron el proceso de trabajo a su pereza, su corta visión y su diezmado oído pero principalmente a sus supersticiones acerca del oficio, de cómo una película debe verse, cómo una película debe escucharse. Logran que todas las películas se vean y se oigan iguales. Las plataformas de VOD tanto como el hábito de ver cine en notebooks consolidaron este sistema y redujeron al mínimo las variaciones sonoras y visuales. Quedan los buenos cineastas. La historia del cine, lo sabemos, está hecha de películas pero básicamente de cineastas que mejoran el cine. Y en tal sentido la multiplicidad de combinaciones ofrece -tal vez como nunca antes- al cine independiente, es decir, independiente de los productores e independiente del dominio de la tecnología, a acomodar conveniencias técnicas a necesidades estéticas. También opera a favor del cineasta la propia inestabilidad de la tecnología. Si bien, como ya se ha dicho más arriba, se alcanzó un estándar en la resolución de la imagen, nada indica que no vaya a cambiar en dos años. Además las cámaras se renuevan cada seis meses, el software también y se convive con la promesa de un nuevo gadget tecnológico que revolucionará el mercado. Esto alimenta una confusión de la que el cineasta debe sacar provecho. Sus certidumbres estéticas al momento de ingresar en la post producción de una película por ejemplo deberían ser más firmes que el conocimiento meramente técnico de la mayoría de los técnicos a cargo. Ya no se trata sólo de ser independiente de la industria, del formato de trabajo único imaginado por un sindicato, un productor o un organismo oficial sino de ser independiente del formato de trabajo que aplican las compañías de electrodomésticos que gobiernan el cine hoy, como Apple, Panasonic o Sony. En tal sentido el error como posibilidad, como contracara misma de la perfección, aparece como una puerta de salida y una clara expresión de libertad. Frente a la corrección de color, la incorrección, propone Llinás en su artículo. Agrego: frente a la imagen impoluta, la imagen defectuosa; frente al relato funcional, la disfuncionalidad; frente a cualquier programa estético férreo, el extravío; frente a la perfección, el error. ¿Tiene sentido entonces plantear una narrativa novedosa si el empleo de la técnica va a responder a los parámetros regidos por la industria ? ¿No debería acaso la imagen, el sonido y el montaje responder al gesto insurrecto del cineasta? Los sistemas narrativos como técnicos que se imponen de manera uniforme ya sea en la industria como en el universo del cine autoral requieren al mismo tiempo de su contracara. El cineasta es el único capaz de sostener esa batalla en el tiempo. En su contra tendrá nada menos que a los técnicos y a los productores. También a los programadores de festivales y críticos. A ellos deberá convencer. De algunos podrá incluso prescindir. Si alguna ventaja ofrece la revolución digital no es gracias a sus bondades técnicas sino a su naturaleza revolucionaria.
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